Mira que lo han repetido hasta la saciedad, pero aún no me ha quedado claro si los sindicatos han convocado el paro para que el Ejecutivo rectifique la reforma laboral o para ganarse un hueco preferente en la futura revisión del Pacto de Toledo que dará lugar a la reforma de las pensiones. Quizá piense mal. Quizá no.
El caso es que demorar casi tres meses la protesta por algo que se aprobó antes de las vacaciones no parece tener mucho sentido. A efectos prácticos, me refiero.
Quizá si la huelga general se hubiera convocado hace tres meses hubiera tenido más éxito. Pero nunca me gustaron los condicionales. Las cosas se hacen o no se hacen. Y hay que asumir las consecuencias.
Y hoy los sindicatos se han encontrado con una masa laboral preocupada por el día a día. Por sobrevivir. Por no engrosar los 4,5 millones de parados. Esos a los que vieron perder su puesto de trabajo sin apenas capacidad de maniobra. Esos que, en su mayoría, han dejado de creer y confiar en los sindicatos que decidieron movilizarse sólo cuando recortaron el sueldo a los funcionarios, y meses después de que Congreso y Senado aprobaran la reforma laboral más agresiva de la historia de la democracia en España. Esos.
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